El egoísmo como teoría económica. Cuando los ricos se hacen benefactores

El propio beneficio como panacea, es ya vieja tesis

Aprovechando las declaraciones del señor Secretario de Hacienda ante la reunión de la Asociación Mexicana de Instituciones de Seguros, los dirigentes de dos de las más importantes organizaciones empresariales del país, Concamín y Concanaco, presentaron las tesis de la gran Iniciativa Privada (IP) sobre el papel que los inversionistas tienen en el desarrollo económico nacional y sobre la aportación que hacen a la creación de riquezas y a su distribución entre la población mexicana. Como las concepciones que sustentan las tesis de la IP no son correctas y lo que es todavía de mayor importancia, como dichas opiniones tienen el propósito apologético de mantener (y aun fortalecer) los privilegios de que ahora disfrutan y que les ha permitido el enorme poder que detentan, en perjuicio de las mayorías trabajadoras, nos vemos en la necesidad de someterlas a un juicio crítico tanto desde el punto de vista de las bases teóricas en que se apoyan cuanto desde el ángulo de las consecuencias que tales concepciones acarrean, a efecto de que la opinión pública no se desoriente con la propaganda interesada de los sectores monopolistas del país.

La idea que más destaca en las concepciones de la gran IP, expresadas reiteradamente por sus más importantes dirigentes (Concamín, Concanaco, banqueros, etc.) es que los grandes inversionistas son los “benefactores” de la sociedad, porque son ellos quienes al invertir sus capitales crean la riqueza y dan ocupación a los trabajadores, con lo que automáticamente se distribuye dicha riqueza entre la población. De esta manera, los capitalistas deben ocupar el lugar más distinguido de la sociedad y ser objeto de todos los estímulos necesarios para que continúen su acción “benefactora” en bien del progreso económico y social del país.

No es una novedad que los sectores del poder económico y sus intérpretes, reclamen para sí el honor de ser el factor esencial en la  creación de la riqueza y del progreso de toda la sociedad y que identifiquen los intereses del país en su conjunto con los suyos particulares. A lo largo de la historia ha sucedido lo mismo; basten algunos ejemplos para comprobarlo.

En la Francia todavía feudal del siglo XVIII, los fisiócratas (partidarios del “gobierno de la naturaleza”) fueron los intérpretes del orden establecido y de su fortalecimiento, al considerar que la tierra era la única fuente de la riqueza y que la agricultura era la que multiplicaba esa riqueza. En su defensa del status los fisiócratas consideraban que los productores agrícolas constituían la única clase realmente productiva, calificando de estériles a los demás, incluidos los artesanos, comerciantes, etc. La riqueza creada por la agricultura (producto neto) se distribuía entre la sociedad en su conjunto mediante el intercambio. De esta manera, para los fisiócratas los agricultores creaban la riqueza y la distribuían, siendo por lo tanto los “benefactores” de la sociedad. No por casualidad el fundador de la fisiocracia, Francisco Quesnay, estaba ligado a la clase gobernante ya que era el médico de Luis XV, Rey de Francia, y defensor, en consecuencia, del régimen imperante. Sus recomendaciones de política económica estaban dirigidas de manera espacial a favorecer a la clase dominante, como puede colegirse por los siguientes postulados:

 “Asegúrese a sus legítimos poseedores la propiedad de los bienes raíces y de las riquezas muebles, pues la seguridad de la propiedad es el fundamento del orden económico de la sociedad”.

Concéntrense en grandes fincas explotadas por labradores ricos las tierras dedicadas al cultivo de granos, pues así son menos los gastos y proporcionalmente mucho más el producto líquido en las empresas grandes que en las pequeñas”. Y “de ningún modo se haga bajar en el reino el precio de los productos de la tierra y de las mercancías”.

El desarrollo del capitalismo también tuvo (y sigue teniendo) sus intérpretes y apologistas. En los albores del sistema fueron los mercantiles, que fueron los ideólogos del capitalismo mercantil, posteriormente los llamados clásicos, y neoclásicos cuyas doctrinas sirvieron a los intereses de las clases capitalistas industriales y financieras.

La corriente mercantilista estuvo representada principalmente por Tomás Mun, autor del célebre tratado “El tesoro de Inglaterra por medio del Comercio Exterior”. Esta obra está considerada como el producto más acabado  de la ideología del capitalismo comercial, que se abría paso de manera pujante en la Inglaterra del siglo XVII. Precisemos las concepciones fundamentales de la obra de Mun:

La riqueza por excelencia está representada por los metales preciosos, y el comercio exterior es el medio para hacer rica a una nación. Para lograrlo una nación debe vender más de lo que compra, lo que le proporcionará un excedente en oro y plata, que aumentará su riqueza. Por tal razón el Gobierno debe fomentar las exportaciones al máximo a fin de lograr una Balanza Comercial favorable.

Como puede verse con claridad, para Mun el comerciante, el dedicado al comercio exterior, es el personaje central de la sociedad, porque con su actividad procura riqueza  del país. Las demás clases sociales y la nación en su conjunto dependen de los afanes de los comerciantes: si estos son prósperos, crearán riqueza y la distribuirán entre los demás sectores del país; si no los son, la riqueza disminuirá y ello afectará a toda la población  (sólo se podrá distribuir miseria, como dirían ahora los empresarios). Esto quiere decir que los intereses de los comerciantes (del comercio exterior) se identifican con los de la nación, y por lo tanto, el deber del Gobierno consiste en darles todo su apoyo porque ello redundará en la abundancia y la prosperidad de todos. Los comerciantes son, por lo tanto, los benefactores de la sociedad. Debe señalarse que Mun fue funcionario de la Cía. Inglesa de las Indias Orientales, la principal empresa dedicada al Comercio Exterior en Inglaterra en aquel tiempo. De nuevo encontramos aquí las concepciones apologéticas de una clase que lucha por consolidar su posición hegemónica, identificando los intereses de la sociedad y reclamando para sí el lugar más destacado en el conglomerado social.

El capitalismo industrial y financiero tuvo también su propia doctrina que pretendía explicar y justificar el surgimiento y consolidación de un nuevo orden de cosas en donde el empresario industrial y el banquero pasaban a ocupar las posiciones clave en la sociedad. Las trabas representadas por los privilegios otorgados por el Gobierno a las empresas comerciales, y a las reglamentaciones gremiales, tenían que ser superadas para que pudieran desarrollarse la industria y las finanzas. Por tal razón, la nueva doctrina dirigió sus baterías contra esos obstáculos aportando nuevas concepciones teóricas sobre el desarrollo económico y sobre las medidas  de política económica aconsejables.

Los más distinguidos pensadores de la nueva corriente fueron Adam Smith y David Ricardo, el primero profesor de la Universidad de Glasgow, y el segundo, próspero hombre de negocios  que acumuló una importante fortuna como Corredor de Bolsa. Las más importantes concepciones de esta corriente, llamada clásica, pueden resumirse en la siguiente forma:

Cada individuo, al perseguir su propio interés, es conducido como por una mano invisible, a promover el bien de la sociedad. Por ello, déjese a cada miembro de la comunidad que busque la maximización de su propio beneficio y, compelido por una ley natural, contribuirá a maximizar el bien común. En estas condiciones, el mejor Gobierno es el que no interviene, el que “deja hacer y deja pasar”, el que se abstiene de interferir en los actos económicos de los individuos. El Gobierno se debe limitar a la defensa nacional, a la administración de justicia y al mantenimiento de algunas instituciones y empresas públicas que procuren el bien común y que los particulares no tengan recursos para emprender.

De esta manera los clásicos erigen a la categoría de virtud esencial el egoísmo, el deseo de cada quien de buscar la maximización de sus interés económico particular. Esta “virtud” constituye la palanca más poderosa del progreso de la sociedad. Consecuentemente, el inversionista, el que dedica sus esfuerzos a esa maximización de su interés personal, se convierte en el personaje central de la sociedad; aunque Smith tiene el cuidado de adornarlo con un espíritu de ahorro, de frugalidad y de dedicación al trabajo. Por otra parte, con la tesis de un Estado abstencionista, policía, los intérpretes de los intereses del capitalismo industrial están luchando contra los privilegios comerciales y contra las asociaciones gremiales que impiden desarrollo y el fortalecimiento de los empresarios dedicados a esa actividad. Finalmente, la identificación de los intereses de la sociedad en su conjunto con los intereses de los capitalistas, se pretende convertir el empresario en el benefactor por excelencia de toda la comunidad.

Más riqueza y… también el Poder, si se puede

Con estos ejemplos queda comprobado que los grupos detentadores del poder económico (o sus intérpretes y defensores) elaboran doctrinas y recomiendan medidas de política  económica que acomodan mejor a sus propios intereses, que consisten en aumentar su riqueza y poder, y presentarse ante la opinión  pública como los benefactores de la sociedad. Esto es precisamente lo que están pretendiendo los grandes inversionistas  del país al pregonar que al invertir sus capitales (y los de otros) están aumentando la riqueza nacional y beneficiando con ello a toda la sociedad. Lo que no dicen es que sólo invierten en la medida y en aquello que les produce las máximas utilidades, buscando su propio interés y sólo de manera subsidiaría, el bien de la sociedad. Por el mismo tenor, se callan también porque además de buscar mayores riquezas, están empeñados en convertir al gobierno en su fiel servidor y, si se puede, tomar, de una buena vez, el control del aparato estatal.♦

Ceceña, José Luis [1969], "El egoísmo como Teoría Económica. Cuando los ricos se hacen benefactores", México, Revista Siempre!, 850: 22-23, 8 de octubre.