Un sistema que solo ofrece crisis, inflación e inseguridad económica, no puede salvarse ya con la venta de armas ni desatando más guerras.
Cuando el sistema capitalista había logrado abrirse paso sobre el sistema feudal y su gran vitalidad le permitía expansionarse por todos los rincones de la Tierra, al Estado se le asignaban tareas muy limitadas, consistentes en la atención de ciertos servicios públicos y la defensa nacional, incluida desde luego la tarea de apoyar al capital privado en sus aventuras expansionistas en los países más atrasados. Durante esta época, el sistema capitalista se bastaba a sí mismo en lo esencial para resolver los problemas de mantener una tasa de utilidades suficiente para proseguir su marcha ascendente.
Al correr del tiempo, sin embargo, el sistema capitalista fue perdiendo la vitalidad que lo caracterizaba y fue mostrando dificultades cada vez más grandes para mantener su hegemonía sobre los pueblos del mundo, y para asegurar las tasas de utilidades a niveles suficientes para mantener el dinamismo indispensable para seguirse desarrollando sin tropiezos. Estos problemas se manifestaron en guerras cada vez más devastadoras y costosas, resultantes de los conflictos entre las grandes potencias por mercados y por el dominio del mundo, por una parte y en crisis económicas de efectos desquiciantes en todos los órdenes, que eran una creciente amenaza para la subsistencia misma del sistema de economía privada.
La voz de alarma y de peligro para el sistema capitalista, fue dada en 1917, fecha en que uno de los países más grandes del mundo, la Unión Soviética, rompió los moldes capitalistas y se orientó hacia un nuevo sistema económico-social, el socialismo. Este hecho fue la demostración palmaria de que algo andaba muy mal en el funcionamiento del capitalismo que le impedía seguir manteniendo su hegemonía en el mundo. Esta incapacidad se hizo todavía más evidente al desplomarse la economía mundial capitalista en la gran depresión de 1929-1932. Es aquí en donde el Estado entró al rescate del sistema capitalista en los Estados Unidos y en los más importantes países desarrollados del mundo occidental.
El Estado, en consecuencia, dejó de ser solamente el guardián del sistema, y el referee de los conflictos entre los distintos estratos de la clase capitalista y el apoyo a estos sectores en sus relaciones con los trabajadores, para convertirse en un organismo de dimensiones colosales, encargado de sacar a flote el sistema capitalista y mantener el dominio de los grandes monopolios sobre el pueblo del propio país y en escala internacional. Veamos cómo ha realizado esta función el gobierno de los Estados Unidos, qué instrumentos ha utilizado, cuáles han sido los resultados obtenidos y por qué la economía norteamericana se encuentra en dificultades, amenazada de una seria crisis y de una inflación crónica.
El momento crítico inicial se presentó en los Estados Unidos con la crisis de 1929-1932. Como se sabe, durante este periodo las utilidades de los capitalistas se desplomaron, la demanda se redujo, los precios cayeron a la mitad de 1929, y la desocupación de trabajadores alcanzó la cifra de alrededor de 14 millones, según los datos oficiales.
El gobierno, ante este panorama orientó sus actividades hacia lo que se llamó eufemísticamente una política anti-cíclica, es decir, a contrarrestar la caída en los negocios. Se trató, en esencia, de tomar medidas para elevar las utilidades de los capitalistas, para que éstos se vieran estimulados a invertir y elevar el número de empleos y la utilización de sus instalaciones productivas. Nótese que el punto esencial consistió en elevar las utilidades, lo que revela el carácter capitalista de la política gubernamental.
Las medidas adoptadas por el gobierno norteamericano fueron de dos tipos: por una parte, tendieron a equilibrar la producción con la demanda, para hacer subir los precios y por ende las utilidades y por la otra, se lanzó con un vasto programa de gastos gubernamentales, principalmente en obras públicas, para dar empleo a los desocupados, derramar ingresos en la población, con lo que se elevaría la demanda, los precios y las utilidades. Esto, además de otras medidas monetarias y crediticias y de otro tipo, dirigidas al mismo fin.
Entre las medidas de regulación que fueron adoptadas para reducir la producción y equilibrarla a la demanda, destaca el establecimiento de la “Administración de Recuperación Nacional”, la que estableció una serie de normas (llamadas “códigos”) para desalentar la producción. De acuerdo con ellas, se ofrecieron premios para reducir la producción, se limitó la introducción de mejoras técnicas, se establecieron precios mínimos, y se fijaron niveles mínimos de salarios. Como se ve, para salir de la crisis y darles trabajo y de comer a los trabajadores, había que reducir la producción y utilizar técnicas atrasadas. Tal era el “remedio” que ofrecía el capitalismo.
Aunque pareciera paradójico, este “remedio” dio resultados, desde luego, en función de los intereses de los monopolios. Con las medidas señaladas y los grandes gastos gubernamentales el motor del capitalismo, es decir, las utilidades, volvió a funcionar y como consecuencia, se reanimó la actividad económica. Las utilidades, que en 1929 alcanzaron un nivel promedio del 9.8%, y que habían descendido en los años siguientes hasta convertirse en pérdidas del 3% en 1932, subieron al 0.2% en 1933, continuando su ascenso en los años siguientes hasta alcanzar el 6.2% en promedio en 1937.
Sin embargo, en 1938 se volvieron a registrar serios problemas. Las utilidades volvieron a caer, a un 3.3%, es decir a casi la mitad del nivel del año de 1937 y la tercera parte del correspondiente a 1929. Las medidas adoptadas habían agotado su efecto estimulante. Era necesario por lo tanto, encontrar nuevas formas e instrumentos para reanimar al capitalismo, que por sí mismo, según se estaba demostrando, era incapaz de recuperar su dinamismo.
Una mercancía milagrosa, pero… mercancía del diablo
Ante la persistencia de la crisis, el gobierno, al servicio de los monopolios, echó mano de un recurso que vino a serle de una enorme utilidad, al menos, hasta fechas recientes: la producción de armamento en gran escala.
La producción de cañones, municiones, barcos de guerra, aviones, etc., y los gastos en el sostenimiento de grandes ejércitos, se ha convertido para el capitalismo en una necesidad para sostenerse a flote desde el punto de vista económico, y para mantener el dominio sobre sus propios pueblos y sobre otros a los que explota. La razón es muy fácil de comprender. Por una parte, el armamentismo, o más bien, la militarización de la economía, origina gastos fabulosos que significan derramas importantes de ingresos por sueldos, salarios, compras de materias primas, contratos, etc., lo que va a aumentar la demanda en general de bienes de consumo (y también de bienes de producción) con lo que de manera artificial va a asegurar mayores utilidades para los capitalistas.
Por otra parte, los cañones, rifles, municiones, etc., no se comen, ni sirven para satisfacer otras necesidades humanas, por lo que no van al mercado a aumentar la disponibilidad de mercancías. Se trata de mercancías sui géneris que se producen no para mejorar la alimentación, el vestido o la habitación del pueblo, sino que se producen para luego destruirse. Esto equivaldría a hacer hoyos o zanjas, para luego taparlas; con ello se aumentarían los ingresos y la demanda, pero no crecería la cantidad de pan, mantequilla, azúcar, telas, etc. Por eso indicamos que el armamentismo es un recurso maravilloso para los capitalistas, porque fortalece el mercado para sus productos, y al mismo tiempo, no le hace la competencia porque los cañones no van al mercado ya que el público no los necesita. Es una manera artificial de mantener la demanda y los precios, y por ende las utilidades.
De esta manera, desde 1938 el armamentismo ha venido a ser un instrumento poderoso para asegurar altas utilidades y para apuntalar al sistema capitalista.
Pero los cañones son mercancías del diablo. Se producen para ser utilizadas, o para amenazar con ellas. Son instrumentos de destrucción y de provocación, en contra de los pueblos. No son bienes que contribuyan al bienestar de la sociedad. Y no solamente esto, su producción significa un enorme desperdicio de recursos naturales, humanos y financieros, que se distraen de la producción de bienes necesarios, y significa también una fuerza inflacionista que mutila la capacidad de compra de la población. Si bien la militarización de la economía contribuye al sostenimiento del capitalismo, significa una pesada carga para la sociedad: inflación, intranquilidad, tensión internacional y guerra.
La militarización de la economía, sin embargo, ya no está siendo capaz de mantener a flote al capitalismo. Los fabulosos gastos en armas, en el mantenimiento de grandes ejércitos y en la compra de enormes cantidades de materiales estratégicos, ya no son suficientes para “resolver” los problemas del sistema de lucro. La inflación se ha hecho crónica, las crisis siguen su acción destructora, y lo que es más, el pueblo se niega a utilizar los cañones para matar sus semejantes y exponer su vida. Y esto, qué duda cabe, significa que el sistema capitalista que lo sacrifica todo al lucro, tiene sus días contados, porque su permanencia representa un enorme costo económico y social y porque se ha hecho evidente que no es capaz de resolver los grandes problemas de la Humanidad: asegurar trabajo decoroso y bien remunerado, mantener un alto nivel económico, utilizar racionalmente los recursos y asegurar condiciones de tranquilidad económica y de una sana convivencia entre los pueblos del mundo.♦